Morelia, Michoacán.- El amplio abanico de identidades humanas ofrece varios modelos.
Abundan dos. Están quienes se pliegan sumisamente al amo de turno, agradecen cualquier cosa que haga su líder, llenan los pasillos de los congresos o encuentros varios a la espera de que les lancen algún hueso. A esos generalmente les va bien. Se acomodan, ganan dinero, viven felices y terminan sus días con poca cosa interesante que contar.
Están también quienes arriesgan, quienes no traicionan su independencia, los que no están dispuestos seguir caminos prediseñados ni a adorar a nadie. Esos, generalmente, quedan en el camino.
Pero cuando logran sortear ese camino, terminan siendo grandes.
Guillermo del Toro es uno de esos. De los grandes. De una grandeza que no estriba en la fama, en los premios, en los palmoteos en la espalda: estriba en la inteligencia. Como la de los que descubren temprano que la porfiada independencia de criterio es lo único que realmente otorgará historias —reales y ficticias— realmente memorables. Guillermo del Toro es exitoso, según los cánones actuales, no porque haya claudicado o se haya plegado a lo que se esperaba de él. Todo lo contrario.
Sucede que Guillermo del Toro es un tipo extremadamente inteligente.
Es pasado el mediodía en el Teatro Ocampo y la mayor parte de los reporteros ya se instaló. El lugar, amplio, se hace corto para cobijar a todos los que llegaron a oír a Guillermo del Toro tras la presentación de su película La forma del agua, unánimemente aclamada por quienes la han visto. Cada uno de los que llegó busca algo distinto: al artista que puede dar luces sobre el solitario y siempre escabroso proceso de creación; al famoso que se codea con las grandes luminarias de Hollywood; al experto en artes gráficas, al director que ha renovado el cine de género para situarlo en un nivel “respetable”, según los siempre caprichosos cánones del cine de masas.
Todo eso, mucho más que eso, cabe en ese cuerpo peligrosamente orondo.
Alejandro Ramírez llega tarde y obliga a repetir la sesión de fotografías para la prensa. Guillermo, que ya se había sentado, levanta de nuevo sus kilos y —conocedor del negocio y de todo lo que implica— pacientemente repite la ceremonia.
Sucede que del Toro es, además, un tipo simpático. De esos que uno lo escucha y piensa que perfectamente podría pasar una tarde entera hablando del universo y tomando cervezas.
—Guillermo es amable, y aunque suene mal porque es mi amigo, es uno de los más geniales cineastas de la actualidad—lo presenta Daniela Michel. Y pocos le creen, porque por ser ella la anfitriona está obligada a decir lo mismo de cada nombre.
Sólo que, en este caso, Daniela Michel tiene razón.
La política y los ciudadanos
—La única manera de que México logre algo es apelando a sus ciudadanos, no a los políticos —sentencia el cineasta—. Cuando se habla de los políticos se habla de cuál de todos será el que te rompa primero el corazón. No hay que perder eso de vista.
El teatro, que aún mostraba unas pocas sillas vacías, ahora está repleto. Los periodistas de todo el país se turnan por preguntar. Qué es el arte. Cómo concebiste tal o cual cuadro en La forma de agua. Qué piensas de esto, de aquello y de lo otro.
—Hace ya tres años que estamos haciendo el documental Ayotzinapa, el paso de la tortuga—anuncia, generando la sorpresa de todos—. Aún no lo acabamos, pero esperamos que esté pronto. Lo dirige Enrique García Meza y Bertha Navarro y yo somos los productores.
Muchos concurrentes aplauden. El tema, una cicatriz en el México moderno, aún está en la piel de todos, y el que un cineasta del peso de Guillermo del Toro decida involucrarse en él representa una esperanza para muchos. Los más agudos comentan: no es necesario hablar de política contingente para posicionarse con claridad sobre la política contingente.
—La política actual es irreversiblemente aburrida —continúa el cineasta—. Si me preguntas a cuál político mexicano apoyaría yo en la actualidad, la respuesta es que a ninguno. Respecto del documental, lo queremos estrenar aquí en Morelia.
En el Ocampo repleto, geeks y frikies aplauden.
Los límites del arte
—En mi película el color verde es el futuro. Y el rojo simboliza el amor, las relaciones. Si se fijaron bien, cada color tiene un sentido. En el cine, o al menos en cine que yo hago, todo lo visual entrega un código preciso y bien definido de antemano.
Los reporteros anotan con rapidez. También los proyectos de cineastas, que ya advirtieron que están frente a una clase magistral de cómo se hacen las cosas. Y gratis.
—Situar una película en el pasado, como el caso de La forma del agua (año 1962), permite hacer una parábola que convierte la historia en algo atemporal. Si mi película se situara en la actualidad, se convertiría automáticamente en una película tópica: de una duración determinada, con una caducidad determinada. Por eso siempre es mejor usar parábolas. Lo sabía Jesucristo.
Los concurrentes ríen. Los anfitriones también. Del Toro, fiel a sí mismo, se siente con la libertad de abordar cualquier tema. Él lo sabe: “por fortuna sólo soy el gordo raro que hace películas raras”, dice. Tras capturar con prisa las palabras, los concurrentes sueltan lapiceros y tablets para escucharlo más.
—Cada una de mis películas requirió de, al menos, 5 años —afirma, revelando otro punto toral en los procesos creativos–. En ocasiones mucho más. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que muchas veces no sé como cerrar las historias. Eso es algo que le ocurre a todos los creadores del mundo, y no hay que desesperanzarse por eso.
Lo dice alguien que ha dirigido 10 películas aclamadas en todo el mundo y producido otras tantas.
—El proceso creativo no es un camino recto. El carrito primero tiene que recorrer muchas curvas. De repente, incluso, surge algún accidente y el camino se detiene. Por eso no puedo decir que me regresaré a México a hacer más películas: no sé lo que ocurre ni lo que ocurrirá con las historias que hago.
—¿Qué hay que hacer para llevar a buen puerto las historias?— pregunta alguien.
—Trabajar.
Las preguntas arrecian. Del Toro modera cuando el micrófono destinado a la prensa no termina de quedar en una sola mano.
—El estado natural de cualquier proyecto es que no suceda —señala—. A veces le dedicas año y medio a algo, dos años. Y ese algo nunca pasa. A veces nunca pasará. Yo he escrito 25 guiones, pero apenas he hecho 10 películas. Hay mas de 10 proyectos míos que nunca jamás verán la luz.
Para revertir ese escenario, asegura, lo único que sirve es la disciplina.
—A veces las cosas se dan bien, a veces no. Pero mientras tanto, hay que darle. Yo trabajo a diario, todos los días, los siete días a la semana. Sé que la mayoría de esos proyectos jamás llegarán a ninguna parte, pero mi trabajo es seguir haciéndolos, forzar las circunstancias a mi favor y esperar a que resulten. Y si resultan, mejor.
No tiene problemas en extenderse en lo que sea. A su lado, los organizadores apenas lo observan y sonríen. Comprenden, porque las palabras lo demuestran, el tamaño del artista que tienen al frente. Varios reporteros, mientras tanto, prefieren hacerle llegar sus tesis sobre el mundo antes que preguntar. Otros, aprovechando la circunstancia bendita, le piden permiso para hacerle llegar algún proyecto. Del Toro, amable, accede.
—En tus películas los seres que parecen torcidos son los buenos, y los humanos que parecen normales son los malos. Según tú, ¿cómo va la humanidad en este momento?
—¡Ay, cabrón!
Del Toro es un tipo de altos vuelos, que teoriza —y teoriza bien— respecto de todo lo que dice. Tras cada una de sus frases, claramente tras cada uno de los fotogramas de sus filmes, hay una o varias ideas perfectamente masticadas, planificadas, enlazadas. Se trata de un cerebro eximio en el cine actual.
—No podemos pedir a un niño de ocho años que se emocione con lo mismo que nos emocionamos nosotros —afirma en respuesta al futuro del cine—. Seguramente si llevamos a uno de esos niños a una de esas películas, dirá: prefiero verla en mi tablet… Y tendrá razón. En este momento no tenemos idea de hacia donde se dirige el cine, y el único que puede responder a eso es ese niño de ocho en el futuro. Lo que pasa es que, por ahora, él tampoco lo sabe.
Cuando se trata de enfocar las historias que filma, la visión resulta elocuente.
—No me interesa Napoleón luchando en Waterloo. Pero sí me interesa el individuo que le almidonó las camisas a Napoleón, el otro individuo que lo sirve, el otro que junto a varios otros hacen posible toda esa performance. Esas son mis historias —asegura, y uno entiende a qué se refiere cuando dice que la política debe venir de los ciudadanos.
También se despacha comentarios que explican por qué muchos partidarios de ese arte que chabacanamente se insiste en llamar “comprometido” lo detestan.
—La ideología, cualquier ideología, es el peligro más grande que tenemos —asegura—. Se trata de un veneno que alguien se toma. Sólo que en lugar de dañar a uno, ese veneno daña a los demás.
Demasiada independencia de criterio, al parecer. Y como él mismo lo dice, pensar con independencia requiere de mucho trabajo.
Después enseña otro tip: para un tipo que ha trabajado y trabajará con algunos de los principales actores del mundo, el método es fundamental.
—Un gran actor no es el que dice bonito líneas: un gran actor es aquel que escucha muy bonito al otro actor. De eso se trata, de escuchar.
Y un poco de técnica aplicada.
—Lo primero en mis filmes es hacer una biografía detalladísima de cada personaje. Toda su historia, desde que nace hasta que llegan al momento de la película. Después lo analizamos días enteros, con cada uno de los actores, uno por uno. Es un trabajo que lleva varias semanas.
Los reporteros/aspirantes a cineastas anotan.
—Otra cosa que está mal mal como primer director es creer que todo lo que uno tiene es importantísimo. Ese es un error de director principiante. Cuando ganas experiencia observas que las cosas se abren. Si un actor te ofrece algo distinto, dejas que lo haga. Después, si quieres, le pides que regrese; pero fue importante no cerrarte la puerta las ideas nuevas. A la larga, crear ese vínculo de confianza es vital.
El director escucha todas la preguntas, todas, con atención, y hace todo el esfuerzo para responder con claridad. Se extiende, reitera cuando hay que hacerlo. Son los momentos en que un reportero lamenta de antemano no lograr capturar por completo todo lo que dice. El tipo es un genio.
—Mis personajes son solitarios —indica, en respuesta a una pregunta—. Y el remedio a la soledad es simple: pensar en el otro. Sé que suena como a frase de galletita china, pero es una verdad y funciona. Cuando piensas en el otro como padre, como hijo, como pareja, como hermano, estas satisfecho todo el tiempo. Nadie tiene una vida perfecta, pero el remedio a la soledad es mirar al otro.
Son los retazos de Guillermo del Toro, un virtuoso genuino del cine moderno. También reconocido: al momento de esta crónica decenas de jóvenes estudiantes de la Universidad Michoacana hacen fila para verlo de cerca en el Teatro Rubén Romero. A esa misma hora el Congreso del Estado cobija una sesión ordinaria: un reportero corrobora que son muchos más los que están acá que los que están allá. Por suerte para Michoacán, para el país, para el mundo. Como para pensar que las historias sobre Ayotzinapa, sobre el futuro, sobre México completo, aún están en buenas manos.